viernes, 19 de marzo de 2010

Sobre tradiciones salvajes

Se despachó a gusto el torero Enrique Ponce cuando ayer, a raíz del polémico debate sobre la prohibición de las corridas en Cataluña, sostuvo que “la bravura del toro bravo impide que sufra”. Algo que, según él, sucede por ser un animal genéticamente preparado para la lidia en una plaza de toros, y por tanto con mucha menor capacidad de sufrimiento. Lo que vendría a ser como decir -salvando las obvias distancias- que los pobres están genéticamente preparados para pasarlas putas y malvivir con cuatro perras. En cualquier caso, una soberana tontería.

Algo debemos reconocerle al señor Ponce: ciertamente éste es un debate politizado. Aunque dudo que la Iniciativa Legislativa Popular que llevó este asunto al Parlament tuviera como móvil un enfrentamiento identitario con Madrid, es innegable que ha adquirido un tinte diferente con intervenciones populistas al albur de los vientos del oportunismo político, como es el caso de Esperanza Aguirre declarando las corridas de toros un “bien de interés cultural” en la Comunidad de Madrid. En Barcelona, el President Montilla echaba balones fuera recordando que ni él ni su partido se oponen a las corridas de toros. ¿Sinceridad o reacción alérgico-preventiva ante una posible pérdida de votos?

No puede negarse que el toreo forma parte de nuestro bagaje histórico, lingüístico y cultural. Pero tampoco olvidar que las corridas de toros suponen un espectáculo de maltrato y tortura gratuita de un animal, en nombre de una mal entendida “tradición” vinculada con el carácter patrio. Como otras fiestas populares que adornan, o adornaban, el verano de muchos pueblos de España: el toro de la Vega de Tordesillas (Valladolid), la cabra que solía arrojarse desde un campanario en un pueblo de Zamora o el entretenido espectáculo de Lekeitio (Vizcaya), donde los paisanos se divertían rompiéndoles el cuello a los gansos. Sin olvidar las Islas Canarias, donde no se torea pero siguen encontrando divertidas, por ejemplo, las peleas de gallos.

Si de tradiciones ancestrales se trata, también lo eran los privilegios de castas o la sumisión absoluta de la mujer al hombre. Vestigios de épocas menos cultas y avanzadas que la nuestra, donde la sensibilización social y una mayor formación humanística han hecho posible dejar atrás costumbres tan incivilizadas como la que nos ocupa. Quizá sea también cuestión de esperar, pero de momento salga desde esta tribuna nuestra más absoluta condena.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo malo de vivir un mundo tanhumanístico es que luego se acumula el mono de adrenalina y acaban haciéndose pelis como Green Zone.